ya a punto de publicar un post terminado, publico en su lugar este, hecho hoy mismo domingo 3 de abril, porque me pareció interesante el fragmento que leí hoy temprano en la mañana del libro historia de dos ciudades (a tale of two cities) de charles dickens y que deseo compartir con ustedes.
recién he pasado de la página 100 y al menos (no todavía) no me parece "una animada novela de aventuras..." como dice la contratapa del libro, sino más bien un interesante libro costumbrista que relaciona dos ciudades (londres y parís) con una historia en común y que tiene además el agregado de denuncia social como le gusta aplicar el autor en sus diferentes novelas.
debo agregar que la lectura de este libro la he alternado con un cuento de terror de h. p. lovecraft titulado el perseguidor de la obscuridad ("the haunter of the dark") el cual terminé hoy de leer y que estuvo muy bien para pasar el rato.
extracto del capítulo vii. el señor de la ciudad.
páginas: 95-97
con estruendo ensordecedor y con olvido inhumano de las consideraciones más sagradas, difícil de comprender en nuestros días, la carroza volaba por la calle saltando sobre el empedrado y doblando las esquinas con velocidad inconcebible, ahuyentando a las mujeres, que chillaban despavoridas, a los niños, que corrían como conejos asustados, y a los hombres que procuraban pegarse a las paredes. en el momento de doblar el carruaje una esquina próxima a una fuente, una de las ruedas dio un salto, cientos de gargantas lanzaron un alarido, y los caballos recularon y se encabritaron.
es casi seguro que la carroza hubiera continuado imperturbable su desenfrenada carrera de no haber sido por este último inconveniente, toda vez que era lo que acostumbraban hacer los carruajes en aquella feliz época, aún cuando dejaran la calle sembrada de cadáveres, ¿por qué habían de hacer otra cosa?, pero asustado, el lacayo había saltado a tierra y veinte manos agarraron a un tiempo las riendas de los caballos.
-¿qué pasa? - preguntó el señor, asomando su cara tranquila por la portezuela.
un hombre alto, con gorro en la cabeza, había sacado de entre las patas de los caballos un bulto, que depositó sobre el basamento de una fuente, e inclinado sobre él, aullaba como un animal feroz.
-perdón, señor marqués -dijo un individuo harapiento con voz y ademán humildes-, es un niño.
-¿y por qué se arma ese ruido ensordecedor? ¿dices que es un niño?
-dispense el señor marqués... es una lástima... sí, eso es.
distaba la fuente algunas varas. el hombre alto que sobre el bulto estaba inclinado se irguió de repente y echó a correr con prisa tal en dirección al carruaje, que el señor marqués llevó la mano al puño de su espada.
-¡muerto! - rugió el hombre alto con muestras de salvaje desesperación, clavando los ojos en el marqués y alzando los dos brazos.
-¡asesinado!
las turbas se apiñaron en rededor de la carroza. todas las miradas estaban concentradas en la persona del marqués, mas en aquéllas no se leía otra cosa que ansiedad, temor, nada de cólera ni de amenaza. todos callaban. al primer grito sucedió un silencio imponente. la voz que había hablado al magnate continuaba siendo sumisa en extremo. el señor marqués paseó sus miradas sobre los apiñados grupos, contemplándolos con la indiferencia con que hubiera contemplado una manada de ratas asustadas.
sin variar de actitud sacó un bolsillo.
-me sorprende sobremanera -dijo- que ni de vuestros hijos sepáis cuidar. con frecuencia que no puede menos de serme molesta os tropiezo en mi camino. ¿no se os alcanza que de los atropellos pueden resultar con daño mis caballos? ¡vaya!... ¡dadle esto!
acompañando la acción a la palabra, arrojó a los pies del lacayo una moneda de oro.
-¡muerto... asesinado! - volvió a gritar el hombre alto.
llegó a la sazón otro hombre, a quien todos abrieron paso. el que acababa de gritar cayó en sus brazos no bien le vio, permaneciendo largo rato entre ellos, llorando y sollozando.
-lo sé todo... lo sé todo -dijo el recién llegado-. ¡valor, gaspar! preferible es morir como ha muerto el niño a vivir la vida que le esperaba. ha muerto sin dolor, sin sufrimientos, y en cambio, de haber continuado viviendo, aquéllos le hubieran acosado sin cesar.
-eres un filósofo -dijo el marqués sonriendo-. ¿cómo te llamas?
-defarge.
-¿cuál es tu oficio?
-soy vendedor de vino, señor marqués.
-toma esto, filósofo y vendedor de vino, y gástalo como te venga en gana -repuso el marqués, arrojando a sus pies otra moneda de oro-. ¡a ver! ¿están listos los caballos?
sin dignarse a mirar a las turbas por segunda vez, el señor marqués se arrellanó en su asiento. la carroza se ponía nuevamente en movimiento y su feliz ocupante había olvidado el incidente, cual si acabara de romper una futesa y la hubiera pagado, cuando vino a perturbar su olímpica serenidad la entrada violenta en el interior del carruaje de una moneda de oro.
-¡para! -gritó el señor marqués-. ¡detén los caballos!... ¿quién ha tirado esto?
miró airado al sitio en que acababa de dejar a defarge, pero no vio nada más que al desdichado padre abrazado al cadáver de su hijo, y a una mujer en pie, que le miraba ceñuda.
-¡perros! -murmuró el marqués-. ¡de buena gana pasaría sobre todos vosotros para limpiar al mundo de vuestra repugnante presencia! ¡si yo supiera quién es el canalla que arrojó la moneda, y lo tuviera bastante cerca, vive dios que lo aplastaba bajo las ruedas de mi coche!
tal era el temor de las turbas, tan grande el horror que sentían por lo que los hombres de la clase social del marqués podían hacerles, dentro y fuera de la ley, que no se alzó una voz, ni una mano, ni una mirada. todos los hombres callaron, fijos sus ojos en el suelo. solamente la mujer a que antes nos hemos referido osó clavar sus miradas airadas en el marqués, quien ni reparó siquiera en ella. su olímpica mirada pasó sobre su cabeza y sobre las demás ratas y, cómodamente arrellanado sobre los mullidos almohadones de su carroza, dio orden al cochero de continuar la marcha.
por el mismo sitio cruzaron en carrera desenfrenada y sucesión rápida muchas otras carrozas. la del ministro, la de los arbitristas del estado, la del aperador general, la del doctor, la del abogado, la del eclesiástico. las ratas asomaban tímidas las cabezas en la entrada de sus agujeros.
retiróse el padre a quien habían dejado sin hijo, retiráronse las ratas al fondo de sus agujeros, y sobre el basamento de la fuente no quedó más que la mujer que había osado mirar ceñuda al marqués, rígida como la fatalidad. el agua de la fuente corría rumorosa, corrían rápidas y turbulentas las aguas del río, el día corría a su ocaso, la vida de la ciudad corría a la muerte impulsada por el tiempo, que a nadie espera, las ratas dormían ya en sus obscuros agujeros, el baile de la extravagancia continuaba entre luces y cenas, y todas las cosas, para decirlo de una vez, seguían su curso.
recién he pasado de la página 100 y al menos (no todavía) no me parece "una animada novela de aventuras..." como dice la contratapa del libro, sino más bien un interesante libro costumbrista que relaciona dos ciudades (londres y parís) con una historia en común y que tiene además el agregado de denuncia social como le gusta aplicar el autor en sus diferentes novelas.
debo agregar que la lectura de este libro la he alternado con un cuento de terror de h. p. lovecraft titulado el perseguidor de la obscuridad ("the haunter of the dark") el cual terminé hoy de leer y que estuvo muy bien para pasar el rato.
extracto del capítulo vii. el señor de la ciudad.
páginas: 95-97
con estruendo ensordecedor y con olvido inhumano de las consideraciones más sagradas, difícil de comprender en nuestros días, la carroza volaba por la calle saltando sobre el empedrado y doblando las esquinas con velocidad inconcebible, ahuyentando a las mujeres, que chillaban despavoridas, a los niños, que corrían como conejos asustados, y a los hombres que procuraban pegarse a las paredes. en el momento de doblar el carruaje una esquina próxima a una fuente, una de las ruedas dio un salto, cientos de gargantas lanzaron un alarido, y los caballos recularon y se encabritaron.
es casi seguro que la carroza hubiera continuado imperturbable su desenfrenada carrera de no haber sido por este último inconveniente, toda vez que era lo que acostumbraban hacer los carruajes en aquella feliz época, aún cuando dejaran la calle sembrada de cadáveres, ¿por qué habían de hacer otra cosa?, pero asustado, el lacayo había saltado a tierra y veinte manos agarraron a un tiempo las riendas de los caballos.
-¿qué pasa? - preguntó el señor, asomando su cara tranquila por la portezuela.
un hombre alto, con gorro en la cabeza, había sacado de entre las patas de los caballos un bulto, que depositó sobre el basamento de una fuente, e inclinado sobre él, aullaba como un animal feroz.
-perdón, señor marqués -dijo un individuo harapiento con voz y ademán humildes-, es un niño.
-¿y por qué se arma ese ruido ensordecedor? ¿dices que es un niño?
-dispense el señor marqués... es una lástima... sí, eso es.
distaba la fuente algunas varas. el hombre alto que sobre el bulto estaba inclinado se irguió de repente y echó a correr con prisa tal en dirección al carruaje, que el señor marqués llevó la mano al puño de su espada.
-¡muerto! - rugió el hombre alto con muestras de salvaje desesperación, clavando los ojos en el marqués y alzando los dos brazos.
-¡asesinado!
las turbas se apiñaron en rededor de la carroza. todas las miradas estaban concentradas en la persona del marqués, mas en aquéllas no se leía otra cosa que ansiedad, temor, nada de cólera ni de amenaza. todos callaban. al primer grito sucedió un silencio imponente. la voz que había hablado al magnate continuaba siendo sumisa en extremo. el señor marqués paseó sus miradas sobre los apiñados grupos, contemplándolos con la indiferencia con que hubiera contemplado una manada de ratas asustadas.
sin variar de actitud sacó un bolsillo.
-me sorprende sobremanera -dijo- que ni de vuestros hijos sepáis cuidar. con frecuencia que no puede menos de serme molesta os tropiezo en mi camino. ¿no se os alcanza que de los atropellos pueden resultar con daño mis caballos? ¡vaya!... ¡dadle esto!
acompañando la acción a la palabra, arrojó a los pies del lacayo una moneda de oro.
-¡muerto... asesinado! - volvió a gritar el hombre alto.
llegó a la sazón otro hombre, a quien todos abrieron paso. el que acababa de gritar cayó en sus brazos no bien le vio, permaneciendo largo rato entre ellos, llorando y sollozando.
-lo sé todo... lo sé todo -dijo el recién llegado-. ¡valor, gaspar! preferible es morir como ha muerto el niño a vivir la vida que le esperaba. ha muerto sin dolor, sin sufrimientos, y en cambio, de haber continuado viviendo, aquéllos le hubieran acosado sin cesar.
-eres un filósofo -dijo el marqués sonriendo-. ¿cómo te llamas?
-defarge.
-¿cuál es tu oficio?
-soy vendedor de vino, señor marqués.
-toma esto, filósofo y vendedor de vino, y gástalo como te venga en gana -repuso el marqués, arrojando a sus pies otra moneda de oro-. ¡a ver! ¿están listos los caballos?
sin dignarse a mirar a las turbas por segunda vez, el señor marqués se arrellanó en su asiento. la carroza se ponía nuevamente en movimiento y su feliz ocupante había olvidado el incidente, cual si acabara de romper una futesa y la hubiera pagado, cuando vino a perturbar su olímpica serenidad la entrada violenta en el interior del carruaje de una moneda de oro.
-¡para! -gritó el señor marqués-. ¡detén los caballos!... ¿quién ha tirado esto?
miró airado al sitio en que acababa de dejar a defarge, pero no vio nada más que al desdichado padre abrazado al cadáver de su hijo, y a una mujer en pie, que le miraba ceñuda.
-¡perros! -murmuró el marqués-. ¡de buena gana pasaría sobre todos vosotros para limpiar al mundo de vuestra repugnante presencia! ¡si yo supiera quién es el canalla que arrojó la moneda, y lo tuviera bastante cerca, vive dios que lo aplastaba bajo las ruedas de mi coche!
tal era el temor de las turbas, tan grande el horror que sentían por lo que los hombres de la clase social del marqués podían hacerles, dentro y fuera de la ley, que no se alzó una voz, ni una mano, ni una mirada. todos los hombres callaron, fijos sus ojos en el suelo. solamente la mujer a que antes nos hemos referido osó clavar sus miradas airadas en el marqués, quien ni reparó siquiera en ella. su olímpica mirada pasó sobre su cabeza y sobre las demás ratas y, cómodamente arrellanado sobre los mullidos almohadones de su carroza, dio orden al cochero de continuar la marcha.
por el mismo sitio cruzaron en carrera desenfrenada y sucesión rápida muchas otras carrozas. la del ministro, la de los arbitristas del estado, la del aperador general, la del doctor, la del abogado, la del eclesiástico. las ratas asomaban tímidas las cabezas en la entrada de sus agujeros.
retiróse el padre a quien habían dejado sin hijo, retiráronse las ratas al fondo de sus agujeros, y sobre el basamento de la fuente no quedó más que la mujer que había osado mirar ceñuda al marqués, rígida como la fatalidad. el agua de la fuente corría rumorosa, corrían rápidas y turbulentas las aguas del río, el día corría a su ocaso, la vida de la ciudad corría a la muerte impulsada por el tiempo, que a nadie espera, las ratas dormían ya en sus obscuros agujeros, el baile de la extravagancia continuaba entre luces y cenas, y todas las cosas, para decirlo de una vez, seguían su curso.